Elon Musk ha advertido sobre un “apocalipsis demográfico”, entendiendo por ello la contracción silenciosa pero acelerada del capital humano calificado. ¿Estamos en realidad ante algo aún más profundo? ¿Acaso hemos entrado en una zona de extinción (cultural)? La revolución digital no solo ha transformado la vida moderna; está redefiniendo —y en muchos casos desintegrando— los pilares fundamentales de lo humano: la comunidad, el arte, la política, la familia. Esto no es una distopía futura: es lo que ya está ocurriendo y es urgente entenderlo.

Mexconomy - En un mundo atravesado por la inteligencia artificial, la hiperconexión y la automatización de lo cotidiano, la humanidad se aproxima a lo que podría describirse como un punto de quiebre histórico. Pero a diferencia de los grandes colapsos del pasado, este no llega con estruendo. Se desliza con suavidad, diluyendo sin ruido aquello que, por siglos, nos pareció imprescindible.

Los cambios no siempre “matan” de forma inmediata. A veces, solo hacen que ciertas prácticas se vuelvan obsoletas. ¿Qué ocurre cuando ya no se lee con profundidad, cuando los relatos complejos ceden ante el algoritmo de lo viral, y cuando el cine, la literatura o el pensamiento crítico son desplazados por formatos de atención breve? ¿Es ese el inicio de una zona de extinción cultural?

La erosión no se limita al arte o al lenguaje. También afecta estructuras comunitarias: iglesias, sindicatos, periódicos, universidades, espacios públicos. Desaparecen sin necesidad de prohibiciones. Basta con la indiferencia. ¿Qué implicaciones tiene esta pérdida silenciosa para las sociedades que alguna vez se construyeron sobre vínculos compartidos?

El filtro civilizatorio del siglo XXI no selecciona por fuerza física o por supervivencia biológica. Opera a través de la relevancia percibida. Lo que no se adapta a la lógica de lo inmediato, lo personalizable y lo rentable, simplemente desaparece. ¿Podemos seguir llamando evolución a ese proceso?

En la política, también se nota el reordenamiento: el lenguaje del consenso, del argumento mesurado, parece desplazado por radicalismos hipermediáticos. ¿Puede sostenerse una democracia deliberativa cuando los moderados son ignorados y los extremos son amplificados? ¿Qué se filtra y qué se pierde cuando las redes sociales dictan el ritmo del debate?

Más alarmante aún es la transformación en los vínculos humanos. Menos encuentros, menos parejas, menos nacimientos. No por tragedias externas, sino por una sensación interna de desconexión y falta de propósito. ¿Qué pasa cuando la continuidad humana ya no parece deseable? ¿Estamos aceptando sin resistencias una reducción generacional disfrazada de libertad?

El desafío de nuestra época no es simplemente adaptarse, sino discernir qué vale la pena preservar. Nada —ni el lenguaje, ni el pensamiento, ni el amor— sobrevivirá si se asume que se transmitirá por inercia. La historia sugiere lo contrario: lo que no se defiende, se borra.

No se trata de rechazar la tecnología, sino de preguntarse: ¿qué lugar le damos al ser humano dentro de este nuevo orden digital? ¿Qué prácticas, ideas y vínculos lograremos llevar con nosotros más allá de este estrecho incierto del porvenir?

Quizá aún estemos a tiempo. Pero sólo si quienes creen en lo humano se vuelven deliberados, conscientes y lo bastante apasionados como para cuidar lo que aman. Porque en esta nueva era, lo que no se protege, se pierde y ni cuenta nos damos.