Si el “apocalipsis demográfico” es el diagnóstico, la respuesta de Elon Musk parece ser un nuevo orden económico construido desde la genética. ¿Qué pasaría si su estrategia natalista se generalizara? En esta distopía posible, los mercados se rediseñan, el capital humano se vuelve literal y la fertilidad se convierte en el eje de la macroeconomía. ¡Abordemos el tema a detalle!
Mexconomy - En un escenario en el que Elon Musk no solo influye en la tecnología, el espacio o las redes sociales, sino también en la propia arquitectura poblacional del planeta, la economía tal como la conocemos se transforma desde sus cimientos. El natalismo selectivo se convierte en política de Estado, pero no promulgada por gobiernos, sino por clústeres de poder privado, con Musk a la cabeza.
La reproducción deja de ser una decisión personal o cultural. Se convierte en una estrategia de inversión. Las empresas más grandes —Tesla, SpaceX, Neuralink o su versión futura— no cotizan en función de sus ganancias, sino del rendimiento esperado de su “legión genética”. Surgen nuevas métricas bursátiles basadas en inteligencia proyectada por descendencia, como si el talento futuro ya se pudiera capitalizar hoy.
En este mundo, los contratos de gestación sustituta no son excepcionales: son instrumentos financieros. Se compran, se venden, se aseguran. Los vientres se vuelven vehículos de producción de capital humano certificado, y los Estados —cada vez más impotentes frente al poder privado— establecen tratados para garantizar la libre circulación de niños “de alto potencial”.
Las monedas fiat tradicionales pierden terreno frente a monedas natalistas: activos digitales respaldados por la promesa de productividad futura. ¿El respaldo? No es oro, ni petróleo, ni deuda soberana, sino el ADN. Se comercializan en exchanges especializados como si fueran futuros de talento. Aparece incluso una “criptomoneda Musk”: un token con valor ajustado a la capacidad de innovación genética de su linaje.
Los bancos no prestan dinero, sino fertilidad. Programas crediticios ofrecen tasas preferenciales para quienes ingresen a plataformas de reproducción supervisada por inteligencia artificial. Se forma un nuevo sector económico: la biogestión de activos humanos, donde consultoras ofrecen asesoría en “dinámicas de herencia y desempeño cognitivo proyectado”.
Surgen bolsas de trabajo donde los postulantes ya no presentan currículums, sino secuencias genómicas. Las universidades comienzan a admitir bebés desde el útero, a través de contratos pre-natales de desempeño académico estimado. Se establece una élite de ciudadanos predestinados, hijos de contratos y algoritmos, programados para liderar sin haber nacido.
Los gobiernos intentan regular, pero llegan tarde. La ONU propone tratados sobre soberanía genética y ética reproductiva, mientras los gigantes tecnológicos ya operan como microestados con sus propios sistemas educativos, sanitarios y de repoblación dirigida. La frontera entre economía y biología desaparece.
En Marte, la primera colonia no lleva nombre de explorador ni bandera nacional. Se llama Arkaia, y está habitada en su mayoría por los descendientes de Musk y sus “cofundadoras reproductivas”. Allí, la economía no gira en torno al consumo, sino a la optimización de inteligencia, longevidad y eficiencia adaptativa. El mercado premia la capacidad de anticipar necesidades futuras, y en ese cálculo, la genética vale más que el capital físico.
De vuelta en la Tierra, los que no pertenecen a la nueva élite natalista quedan atrapados en economías envejecidas, sin innovación y con déficits fiscales imposibles de cubrir. La desigualdad ya no se mide por ingresos, sino por distancia genética al núcleo fundador de la nueva humanidad.
¿Ficción? Tal vez. Pero en una economía donde cada variable depende del crecimiento, ¿quién asegura que el próximo paso no sea controlar quién nace, cómo nace y para qué nace?
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